La Justicia en España. Una visión de futuro

José María Macías Castaño

Vocal del Consejo General del Poder Judicial de España

*Conferencia pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza el 15 de febrero de 2022.

I

Vaya por delante que el título de esta exposición o conferencia o diálogo, que es en lo sinceramente espero que derive este encuentro, me lo propuso el Dr. Gimeno Feliu y sobre ello voy a hablar, aunque mucho me temo que, como Paco Umbral en una célebre anécdota que los más jóvenes es probable que no conozcan, al final voy a acabar hablando de mi libro.

Digo que el título lo he aceptado a sugerencia del Dr. Gimeno Feliu porque es muy probable que, si lo hubiese propuesto yo, el título sería diferente.  Quizás hasta muy diferente.

Porque hablar de Justicia y futuro es algo que a estas alturas prefiero evitar. 

No diré que hablar del futuro de la Justicia no me guste porque me produzca desencanto.  Eso no, nunca.  He conocido la Justicia desde muchas perspectivas.  Primero como juez, cuando accedí a la carrera judicial con 25 años y de eso hace más de 30. Inmediatamente después como profesor universitario, formando juristas, algo que también vengo haciendo desde hace 30 años.  Luego como director de los servicios jurídicos de una Administración, que me llevó a relacionarme con la Justicia de una manera muy diferente.  Y después como abogado privado en un gran despacho, en lo que sigo al mismo tiempo que soy miembro del Gobierno del Poder Judicial como Vocal del CGPJ, algo que, pese a lo que ahora diré, ha resultado apasionante.

Desencanto no.  Los que estamos enamorados de la Justicia no nos desencantamos.  Pero a veces sí nos agotamos y necesitamos tomar un poco de distancia para recuperarnos.  Es una cuestión de momentos, y cuando eres miembro de un órgano constitucional desde hace 8 años cuando, según la Constitución, su mandato es de 5, te toca vivir una situación insólita que agota.

Pero también hubiera preferido eludirlo porque para hablar de futuro es necesario conocer el presente y desde luego el pasado, y el presente y el pasado de la Justicia son un tanto monótonos por lo repetitivo.

Recuerdo que hace algo más de 30 años, justo cuando tomaba posesión de mi primer Juzgado, cayó en mis manos un libro recién publicado por un historiador norteamericano, eso que llaman un “hispanista”, que leí pero que cometí la torpeza de no comprar en el momento y que hoy es imposible encontrar salvo de segunda mano, con suerte y a un precio desorbitado.  El historiador es Richard Kagan y el título es “Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700”.  Una obra deliciosa.

Cuando lo leí en 1991 me produjo asombro comprobar que los problemas que padeció la Real Chancillería de Valladolid en los años 1500 o 1600 eran asombrosamente parecidos a los que yo tenía en mi Juzgado en la década de los noventa del siglo XX.  Y la verdad es que fue así durante unos cuantos años.

De un tiempo a esta parte tengo que reconocer, y me alegro de ello, que la Justicia en España ha dado un salto importante en más de un aspecto, aunque sin triunfalismos.

El crecimiento del número de jueces en España desde que yo empecé y hasta ahora es superior al crecimiento demográfico, y contamos ahora con un mayor número de jueces por cada 100.000 habitantes que entonces.  Pero una cosa es constatar que en estos 30 años el número de jueces se ha duplicado y otra cosa es que eso sea suficiente, que no lo es: la plantilla de 6.000 jueces y magistrados se queda corta cuando se considera que equipararnos a la ratio europea exigiría contar con unos 9.500 miembros en la Carrera Judicial.

La aplicación de medios materiales ha mejorado también notablemente.  Otra cosa, otra vez, es que sea suficiente y, sobre todo, que sea adecuada y que se gestione eficazmente, cuestión en la que incide sobre todo un entramado competencial que, muy probablemente, y por el juego de las cláusulas subrogatorias de varios estatutos de autonomía aceptadas por el TC, sea el más endiablado que quepa imaginar en comparación con cualquier otra competencia.

También la modernización de la Administración de Justicia se hace evidente en los últimos treinta años.  Pero eso no implica aceptar que sea completa, eficaz, que haya sido capaz de generar una “cultura digital” y que sea coherente, que lamentablemente no lo es y que en más de una ocasión, por protagonismos y particularismos absurdos y una absoluta falta de visión de conjunto, acaba dando lugar a que las inversiones en medios de modernización sean altamente ineficientes.

Pero, puestos a hablar del futuro, como pide el título de la conferencia, y por más que no esté del mejor ánimo para hablar de ello ¿Por dónde creo yo que tiene que pasar ese futuro?

Creo que hay cosas que es necesario asumir; otras que tenemos que cambiar; otras que hay que hay entender; algunas que hay que mantener, mejorándolas, desde luego, pero mantenerlas; y una, una, por la que hay que luchar y seguir poniendo todo el empeño, porque los riesgos que hoy padece nuestra Justicia son inasumibles y nos pueden llevar a la cola de Europa y, si nos descuidamos, del mundo.

II

CREO QUE ES NECESARIO ASUMIR que la Justicia, sin entrar en la discusión sobre si es un servicio público o un servicio al público, que es una discusión que normalmente no lleva a nada y a la que nunca le he encontrado sentido, es ante todo una infraestructura económica, tan necesaria para generar un “clima de negocios” adecuado como una red bien diseñada de carreteras, disponer de tren de alta velocidad, un coste estable del suministro eléctrico o un marco laboral adecuado.

El “clima de negocios” es un concepto acuñado por la ciencia económica que alude a todos los elementos que determinan que un inversor extranjero decida invertir en una jurisdicción o territorio.  Los elementos que lo integran están ya sistematizados y su estado se publica anualmente en “barómetros del clima de negocios” como los que elaboran IESE y otras entidades.  Y entre esos elementos (el AVE, el precio de la energía, la legislación laboral y hasta el ocio) se sitúa la “seguridad jurídica”.

Los componentes de la “seguridad jurídica” son varios, e integran elementos de lo que se llama un “clima legal” capaz de generar una “cultura legal”, que nuevamente son conceptos precisos, esta vez acuñados por la sociología.  Y entre los elementos que integran un “clima legal” adecuado se incluye con carácter protagonista una Administración de Justicia eficaz (que dé respuesta adecuada a las necesidades que atiende) y eficiente (con la mejor relación coste/beneficio en atención a los medios que aplica).

Todo está estudiado, y los indicadores que permiten identificar un correcto funcionamiento de la Administración de Justicia también: tasas de congestión, tasas de liquidación, nivel de asuntos derivados a los DAR (Dispute Alternative Resolution), duración media de los procedimientos, constatación de una “cultura digital” o técnicas de managament adecuadas son factores estudiados también por la doctrina científica que permiten al responsable del sistema conocer si su gestión es eficaz y eficiente (Giuliana Palumbo, Judicial performance and its determinants: a cross-country perspective, Policy Papers nº 5 OCDE).

Si estos indicadores son negativos, lo que corresponde es invertir en su mejora.  E insisto, “invertir”, que es un concepto que generalmente nunca aplica el responsable público, que habitualmente considera que en Justicia se “gasta”.  “invertir” supone aplicar dinero para obtener una rentabilidad, para ganar más.

La cantidad presupuestada por el Estado (central y comunidades autónomas) para Justicia en el año 2020 fue de 4.269.000.000 €.  En el mismo período de tiempo, la cantidad dejada de obtener por inejecuciones de sentencias derivada de la ineficiencia del sistema fue de 10.742.000.000 €.

Y junto con ello habría que cuantificar otras incidencias económicas derivadas de las ineficiencias del sistema, como la cantidad de dinero retenida en medidas cautelares en procedimientos de duración excesiva, o los importes provisionados en la contabilidad de las empresas a la espera de finalización de esos juicios de duración excesivo que paralizan las inversiones posibles.

El impacto económico derivado de las ineficiencias del sistema de Justicia se contabiliza cada año en decenas, cuando no en centenares de miles de millones de euros.  ¿De verdad no está justificado aplicar unos miles de millones más cada año (sólo dos o tres o cuatro) cuando su rentabilidad puede traducirse en decenas o centenares de miles de millones de euros de beneficio?  Obviamente, eso nunca pasará mientras se piense que en Justicia no se “invierte”, sino que se “gasta”.

III

CREO QUE ES NECESARIO CAMBIAR y adecuar la estructura judicial, tanto en términos territoriales como organizativos.

La base de la distribución actual de los órganos de Justicia en el territorio (los partidos judiciales), sobre la que a su vez se construyó el diseño organizativo, se estableció en España bajo la regencia de Mª Cristina… ¡Pero no la de Habsburgo, la de Borbón!  La distribución territorial en partidos judiciales data de 1834, cuando Isabel II era una niña de cuatro años que jugaba en el Palacio Real y los españoles, en nuestra mejor tradición, nos desangrábamos en la primera Guerra Carlista, y un aspecto que se tuvo en cuenta para la delimitación territorial fue el tiempo que tomaba transitar el partido judicial viajando en carreta.

Y es en base a esa distribución territorial que se conforma la estructura de los órganos que han de atender las necesidades de la Administración de Justicia.

Nada de eso tiene hoy sentido.  Las infraestructuras viarias y de transporte y, sobre todo, la aplicación de las tecnologías electrónicas y digitales a la comunicación con los Juzgados y Tribunales permiten un diseño diferente que hace posible acumular esfuerzos (centralizar en términos razonables, por demonizado que esté el término) y rentabilizarlos.

La noción de “distancia” o “lejanía” del ciudadano y la Justicia ya no se mide hoy en kilómetros, como en el siglo XIX, ni tiene sentido “venderle” al ciudadano que tiene un Juzgado a 100 metros de su casa cuando es posible que sólo tenga que visitarlo una o dos veces en su vida.  La “distancia” o “lejanía” se mide en tiempo y utilidad (eficacia y eficiencia).

Hay que adecuar las estructuras territoriales (centralizar) y organizativas para pasar a un modelo de órgano de gestión colegiada (tribunales de instancia), pero de verdad, no como se propone en el proyecto de ley de eficiencia organizativa actualmente en tramitación, que amenaza con estancar la efectividad de este planteamiento durante décadas.  Eso es algo que permitirá adecuar los procedimientos para atender nuevas necesidades para las que en la actualidad no tenemos ni estructuras ni diseños de procedimientos adecuados.  La litigación masiva que ahoga los Juzgados (cláusulas suelo, reclamaciones de indemnizaciones por infracciones de derecho de la competencia, conflictos por prestación de servicios aeroportuarios) son la evidencia de la manifiesta inadaptación de la Administración de Justicia a las necesidades actuales de la ciudadanía.

IV

CREO QUE ES NECESARIO ENTENDER que los medios y los procedimientos de la Administración de Justicia están, o debieran estar, al servicio de las necesidades de los ciudadanos, y no para la mayor gloria de las estadísticas de algunos Tribunales o de los gestores políticos que se atribuyen sus supuestos logros, que no son tales sino simples cifras sobre un papel. 

Esto es necesario tenerlo presente porque, lamentablemente, algunos elementos esenciales para mantener los niveles deseables de seguridad jurídica necesarios para generar la “cultura legal” que propicia un adecuado “clima de negocios” están en regresión, y lo están como consecuencia de determinadas reformas procesales que han olvidado este objetivo tan básico y esencial, y lo grave es que eso está pasando en el mayor nivel posible de nuestro aparato de Justicia.

Pongo como ejemplo nuestro TC.  Ciertamente, no es parte del poder judicial, pero culmina el sistema de Justicia que protege los derechos fundamentales de los ciudadanos a través del recurso de amparo, o mejor sería decir que debiera proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Es el ejemplo de un modelo fracasado, no porque no fuera el adecuado en un inicio, sino porque se ha visto superado por las necesidades que debía atender en ese campo.  La forma en cómo se ha atacado ese desfase no ha sido poner al TC y sus procedimientos al servicio de las necesidades que debía atender, sino poner esas necesidades al servicio de la conveniencia del Tribunal y de sus estadísticas.

Eso se hizo con la reforma de la LOTC del año 2007, añadiendo un requisito para que los recursos de amparo fueran admisibles: desde entonces, para que se admita a trámite un recuso de amparo no basta con que se hayan violado los derechos fundamentales de un ciudadano (lo repito por lo impactante y tremendo de esa afirmación, que está extraída de las sentencias del propio TC: no basta con que se hayan violado los derechos fundamentales de un ciudadano), sino que es necesario que el TC aprecie “especial trascendencia constitucional para la resolución del recurso”. 

Ese requisito incontrolable no hace otra cosa que conceder al TC la mayor discrecionalidad (sino arbitrariedad) para decidir qué admite y qué no admite a trámite.

El TC mantiene desde entonces unas estadísticas inmejorables en la gestión burocrática de los asuntos, pero a costa de que las ratios de admisión de los recursos de amparo se sitúen entre el 1 y el 3%, dependiendo del año. 

Una prueba de lo que eso supone la hemos tenido durante el año 2021: España ha sido condenada tres veces por el TEDH (asuntos Klopstra, Inmobilizados y Gestiones y Melgarejo Martínez de Abellanosa) por asuntos que el TC había rechazado tramitar por no apreciar “especial trascendencia constitucional” a pesar de que la violación de derechos fundamentales resultaba evidente.

¿De verdad alguien cree que es razonable, o ni siquiera mínimamente sensato, no remediar las infracciones de derechos fundamentales en España, obligar a los ciudadanos a ir a Estrasburgo para que nuestro país sea condenado (con el consiguiente descrédito) para que luego ese ciudadano tenga que volver a España a iniciar un recurso de revisión contra una sentencia que debió ser declarada directamente nula por el TC varios años antes?

Insisto en que, en lugar de acudir a un remedio razonable (como encomendar el amparo a una Justicia ordinaria especializada, manteniendo el TC exclusivamente un “amparo de unificación de doctrina” para asegurar la homogeneidad en la interpretación de la Constitución), se ha optado por no resolver los procedimientos para mantener una estadística impecable, privando a los ciudadanos españoles de un marco seguro de protección jurídica.

Lamentablemente, en lugar de tomar nota sobre lo que supone este modelo en términos de degradación de las garantías de los derechos de los ciudadanos, lo que se está haciendo es emularlo, esta vez a la mayor gloria de las estadísticas del Tribunal Supremo.

La reforma de la casación contencioso-administrativa que tuvo lugar en el año 2015 es un ejemplo claro de copia del esquema del TC, de manera que para que un recurso de casación sea admisible, donde la LOTC exige “especial trascendencia constitucional para la resolución del recurso”, la LJCA exige ahora “interés casacional objetivo para la resolución del recurso”, lo que se relaja a las amplias facultades de apreciación del TS.

Según el nuevo esquema, la función del TS es “establecer doctrina” para la correcta interpretación de las normas de modo que, allí donde ya hay doctrina, el recurso se inadmite por más que se pueda constatar su incumplimiento.  Al parecer, queda al margen de la correcta interpretación de las normas asegurarse de que la doctrina del TS efectivamente se cumple y no se degrada la seguridad jurídica.

En lugar de adaptar los ineficientes esquemas organizativos de la jurisdicción contencioso-administrativa, se ha optado por mejorar las estadísticas del TS a costa de la tutela efectiva de los derechos de los ciudadanos.

Gracias a ello, la tasa de admisión de recursos contencioso-administrativo, que venía a rondar el 80% antes de la reforma de la LJCA, ha pasado al 15%, porcentaje que en sí mismo resulta engañoso porque el grueso se centra en una serie de materias estrella, como la tributaria.

De esta forma, y mientras se inadmiten recursos en una materia tan impactante en nuestro PIB como la contratación del sector público (alrededor del 20% del PIB), el TS se dedica a debatir temas tan trascendentales para la economía y el progreso de España como la cuestión de si el color de los dispositivos luminosos de los vehículos de los agentes forestales de La Rioja debe ser azul o naranja.  Este ejemplo no es una exageración ni una broma, aunque lo pueda parecer (sentencia de la Sala Tercera del TS núm. 1242/2019, de 25 de septiembre), y el riesgo de que el sistema se extienda a otras jurisdicciones es actualmente muy elevado.

V

CREO QUE ES NECESARIO MANTENER lo que de bueno y mejor tiene nuestro sistema de Justicia, y que periódicamente algunos sectores políticos se empeñan en amenazar, incluso con el apoyo de algún sector, aunque extremadamente minoritario, de la carrera judicial: el sistema de recluta de los jueces españoles mediante una oposición que asegure la prevalencia de los principios de mérito y capacidad en esa recluta, que evita que los jueces se incorporen a la Carrera Judicial por criterios ideológicos o sectarismo político.

El sistema de recluta de los jueces mediante oposición es un sistema revolucionario en la más estricta dimensión del término: es fruto de las consecuencias jurídicas de la revolución de septiembre de 1868.  Se incorporó a la Constitución de 1869 y de ahí pasó a la Ley Provisional sobre Organización del Poder Judicial de 1870.  Desde entonces, ha estado presente de manera ininterrumpida en nuestro ordenamiento jurídico.

De un tiempo a esta parte, y normalmente desde cierta orientación política, se afirma que la oposición es un sistema de recluta endogámico y diseñado para personas socialmente privilegiadas.  En ciertos sectores extremos de esa orientación política no se ahorra el desprecio ni se oculta un tinte muy cercano al odio a los que han superado la oposición.  La crítica al sistema se nutre de esta forma con un discurso populista que parte de unas premisas que no se aspira a justificar ni a probar que son ciertas: se convierten en ciertas por repetirlas cansinamente.

Con el tiempo, he acabado identificando dos rasgos (es verdad que no siempre, pero suele ser así) en los que formulan estas críticas, que a veces aparecen por separado y no pocas veces de manera conjunta: la más evidente de las ignorancias y la más genuina de las vagancias.

La ignorancia suele ser el rasgo más común, no exenta de notables dosis de falta de inteligencia.

Hace falta poca inteligencia para presumir que los privilegiados hijos de millonarios que van a heredar una fortuna van a dedicar lo mejor de su juventud a estudiar una carrera y luego, durante un tiempo promedio cercano a los cinco años, dedicarse a estudiar un duro temario que exige lo mejor de ellos mismos, y todo ello con el objetivo de ganar un sueldo público.  Créanme que si conociese a un rico heredero que hiciese eso, sospecharía de él inmediatamente.  Algo oculta.

Pero sobre todo es un ejemplo de ignorancia consciente, porque basta con acudir a los datos de encuestas sociológicas de la carrera judicial que publica el CGPJ en su web oficial, accesible a todo el que realmente quiera informarse, para comprobar que quienes hacen esas afirmaciones propalan las mentiras más miserables.

La última vez que consulté la encuesta sociológica de los alumnos de la Escuela Judicial de España fue en 2020: sólo el 4,8% tenía algún familiar juez, fiscal o LAJ, incluidos los familiares indirectos; el 75% no tenía ningún familiar dedicado a profesiones jurídicas, ni siquiera remotos; los progenitores del 33,15% no tenían estudios superiores, y en el 23,7% sólo uno de ellos.

La oposición, al margen de asegurar el mérito y la capacidad, es en muchas ocasiones una vía de eso que en sociología se llama “movilidad social”.

Y no es ajena a la crítica la vagancia más solemne y sublime de algunos de sus autores, elementos incapaces de emular el esfuerzo de los muchachos y de las muchachas a los que critican y que aspiran a que a determinados puestos de gran responsabilidad se pueda llegar con una trayectoria tan insustancial y vacía como la suya.  Insisto, vagos de toda solemnidad que han sublimado el arte de vivir sin dar un palo al agua.

Quizás la oposición no sea el sistema ideal, pero le ocurre lo mismo que a la democracia: no hay otro sistema mejor y más justo.  Precisamente por eso la necesidad de preservarla y precisamente por eso también la necesidad de alertar de que las críticas al sistema no son inocentes.  No es una casualidad que los mismos que lanzan esas críticas al sistema de oposiciones las focalicen en el acceso a la Carrera Judicial y no las planteen para acceder a la Inspección de Hacienda, a Notarías o a la Abogacía del Estado.  A la ignorancia y la vagancia se une también el deseo de llevar a cabo un experimento sociológico dirigido a la selección ideológica del juez y, desde luego, con perfiles ideológicos determinados.  Esto se liga al elemento más preocupante para el futuro de la Justicia en España y al que ahora me voy a referir.  Y me temo que con ello voy a hablar de mi libro, como advertía al principio.

VI

POR ÚLTIMO, CREO QUE ES NECESARIO LUCHAR PARA CONSEGUIR la efectiva independencia del Poder Judicial.

Soy consciente de que esta afirmación puede resultar provocadora: si digo que hay que luchar por conseguirla, lo que se deriva de esa afirmación es que la independencia de la Justicia en España o de su Poder Judicial es algo de lo que hoy se carece.  Dicho por un Vocal del CGPJ, lo menos que se puede ver en esas palabras es provocación.

Pero insisto en la afirmación y seguidamente me explico.

El Poder Judicial son los jueces y magistrados, y si hay algo de lo que no tengo la menor duda, y que es lo que me permite dormir por las noches siendo uno de los responsables del CGPJ, es de que los jueces en España son independientes.  Como oí decir a D. Carlos Lesmes, presidente del TS y del CGPJ, en uno de los discursos de apertura del año judicial pronunciados en el Salón de Plenos del TS, “los jueces españoles son independientes, rabiosamente independientes”.  De los jueces españoles se puede decir aquello que le dijo un humilde molinero a Federico II de Prusia cuando quiso atropellar sus derechos: “aún quedan jueces en Berlín”.  Sin embargo, no basta con tener jueces independientes para tener un Poder Judicial independiente. 

La independencia judicial es un concepto que se asienta sobre la noción de lejanía o separación: lejanía respecto del poder político.  De ahí que el elemento consustancial para la efectividad de la separación de poderes y la vigencia del Estado de Derecho es que los Poderes del Estado de conformación política (Legislativo y Ejecutivo) no puedan interferir la labor de los jueces.

Sin lejanía (sin independencia), ni el principio de separación de poderes sería real ni podría existir un Estado de Derecho que merezca ese nombre ni la garantía de que los poderes públicos se someten al Derecho. 

A día de hoy, existe consenso en cuanto a cómo se hace efectiva la independencia, y eso pasa por que el ordenamiento jurídico incorpore dos elementos, funcionales y orgánicos, y ambos son esenciales.

El primero (elemento funcional) consiste en dotar a los jueces de un estatuto suficiente y efectivo que asegure que los poderes públicos no pueden interferir su labor.  Ese estatuto debe contemplar un conjunto de garantías que se refieren a: cómo se produce el ingreso en la Carrera sin interferencias políticas; cómo se produce el progreso en la Carrera, también sin esas interferencias; cómo se percibe el salario sin interferencias de otros poderes públicos; cómo se exige la responsabilidad disciplinaria; cómo se investiga a los jueces; cómo forma a los jueces; cómo se asegura su jubilación o su atención médica… 

Ese estatuto existe en España y es suficiente y efectivo, y por eso los jueces son independientes y lo demuestran a diario.

El segundo elemento (orgánico) exige organizar el Poder Judicial en su conjunto para asegurar que el estatuto que acabo de señalar sea efectiva en todos y cada uno de los jueces y en todos y cada una de las ocasiones. 

En este punto vuelve a ser clave la idea de separación o lejanía.  Y por eso en buena parte de los países europeos se ha optado por encomendar la tarea de asegurar la efectividad del estatuto judicial a un órgano separado del Poder Ejecutivo y Legislativo: los Consejos de Justicia o de la Magistratura o del Poder Judicial.

Así lo hizo también nuestra Constitución de 1978 en su art. 122, que ha previsto como un órgano constitucional necesario el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). 

Como es conocido, el CGPJ se compone de 20 miembros (Vocales), más su presidente: 12 de ellos jueces y los otros 8 juristas de reconocida competencia.  Como es sabido también, la interpretación inicial que se hizo de esa previsión llevó a que en la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial de 1980 se estableciese que los 12 jueces debían ser elegidos directamente por los propios jueces, mientras que los 8 juristas eran elegidos por Congreso de los Diputados y Senado por una mayoría de 3/5.

También es sabido que en 1985 se dio un polémico giro con la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), que incorporó una interpretación del art. 122 de la Constitución aceptada por el TC no sin reparos, por la que todos los Vocales del CGPJ (incluidos los judiciales) pasaban a ser elegidos por el Congreso de los Diputados y el Senado por una mayoría de 3/5. 

No voy a discutir que esa interpretación fuese posible.  Incluso puedo aceptar que en 1985 no planteaba problemas desde la perspectiva de las exigencias del principio de separación de poderes, el Estado de Derecho y la independencia del Poder Judicial: con arreglo al único parámetro que entonces podía tenerse en cuenta (la Constitución) y la noción de independencia judicial asumida en aquel momento, puede aceptarse que España se homologaba con los países de su entorno.

Hoy día, sin embargo, ya no es así, y eso es lo que conduce a una paradoja: España cuenta con jueces independientes y, sin embargo, no puede afirmar que cuente con un Poder Judicial independiente homologable al de otros países de nuestro entorno y cultura jurídica. 

El concepto de independencia judicial es un concepto sofisticado, que cada vez se sofistica más como ocurre con muchos otros conceptos del Derecho, incluso al más alto nivel: pretender que el concepto derecho a la vida a que se refiere el art. 15 de la Constitución es el mismo en 1978 que en la actualidad, cuando el inicio de ese derecho (aborto) y su fin (eutanasia) están en discusión es ignorar la realidad.  Y con la independencia judicial pasa lo mismo y, en la dimensión orgánica a la que antes me refería, nos hemos quedado absolutamente desfasados.

Primero, porque los parámetros para contrastar la independencia judicial se han enriquecido y ya no es sólo la Constitución: España ha firmado Tratados Internacionales, como el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Fundamentales y las Libertades Públicas y el Tratado de la Unión Europea, a cuyo cumplimiento está obligada también por mandato constitucional (arts. 10, 93 y 96 de la Constitución), cuya interpretación ha evolucionado y que pasan a ser un elemento de contraste con el que no se contaba en 1978. 

Y a ello se ha de añadir una circunstancia precisa que ha contribuido a la evolución del concepto de independencia judicial que se manifiesta en múltiples aspectos y también, y de manera muy intensa, en la dimensión orgánica: la confianza de los ciudadanos en la actuación de los poderes públicos como elemento clave en una sociedad democrática.  En ese terreno, las apariencias ganan una importancia fundamental, porque es a través de ellas que se genera la confianza de la ciudadanía.

El consenso alcanzado en Europa en la actualidad es que para que un Poder Judicial pueda ser considerado independiente, además de serlo, también ha de parecerlo, y no lo parece un Poder Judicial cuyo Consejo del Poder Judicial es nombrado en su totalidad por el parlamento, vinculándose de manera absoluta al Poder Legislativo.  

Con arreglo a ese consenso, los Consejos del Poder Judicial han de cumplir dos condiciones: al menos la mitad de sus miembros han de ser jueces y a esos jueces deben elegirlos los propios jueces. Mientras eso no suceda, no podremos presentarnos como un Estado de Derecho pleno porque el órgano de Gobierno del Poder Judicial no puede afirmarse independiente si no lo parece.

Y ha de quedar bien entendido que ese consenso no es una cuestión doctrinal propia de un debate de académicos. 

Ante todo, es la consecuencia ya expresada por la Comisión Europea, de manera reiterada y en múltiples instrumentos, en cuanto a cuáles son las exigencias que derivan de los arts. 2 y 19 del Tratado de la Unión Europea para satisfacer un requisito básico para acceder y permanecer en la Unión Europea: ser un Estado de Derecho que garantice la independencia judicial, y para ello se deben cumplir, entre otros, los dos requisitos que he indicado.

Pero además, y en el ámbito del Consejo de Europa, esa es una exigencia antigua de sus órganos consultivos que ahora ha saltado al mismísimo Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH): en el año 2021, el tribunal ha dictado dos sentencias demoledoras que consideran ilegítimas las sentencias de un Tribunal Supremo cuyos miembros fueron nombrados por un Consejo del Poder Judicial compuesto de manera íntegra por vocales nombrados por el Parlamento, (sentencias de 22 de julio de 2021, asunto Reczkowicz, y de 8 de noviembre de 2021, asunto Dolinska).  

El TEDH considera que un Consejo del Poder Judicial cuyos miembros son íntegramente nombrados por un parlamento no es independiente porque no lo parece, y por esa misma razón tampoco pueden parecerlo los jueces que nombre ese Consejo.  Para el Tribunal, mientras que al menos la mitad de los jueces del Consejo del Poder Judicial no sean nombrados por los jueces, el Estado condenado en esas sentencias no cumplirá la exigencia del art. 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos relativa al derecho de los europeos de que los juicios sean conocidos por jueces independientes, además de imparciales. 

Trasladándome ahora a España, es conocida la polémica suscitada por la falta de consenso en la renovación del CGPJ, que a estas alturas se ha demorado más de tres años, y que se plantea en términos de un supuesto dilema: cumplir la Constitución o cumplir el Derecho Europeo, y cuál se cumple primero.

Honradamente considero que una polémica suscitada en esos términos es una polémica falsa que no conduce a nada bueno.

Plantear que primero corresponde cumplir con la Constitución y renovar ya, y luego ya se verá cómo y cuándo se cumplen las obligaciones asumidas en los tratados internacionales es un engaño en el que, nuevamente, vuelven a ponerse de manifiesto notables dosis de ignorancia.

Ciertamente, la renovación es un mandato constitucional y dejar de hacerlo supone incumplir el art. 122 de la Constitución.  Pero el art. 122 no es el único artículo de la Constitución, aunque muy probablemente sea el único artículo que conozcan quienes lo aluden en esa polémica.  Hasta donde alcanzo a saber y entender, los arts. 10, 93 y 96 también están en la Constitución, y esos artículos exigen que nuestro Poder Judicial cumpla con los estándares de independencia judicial que resultan de los arts. 2 y 19 del Tratado de la Unión Europea y 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Cumplir los estándares europeos sobre protección de los derechos humanos con arreglo a la jurisprudencia del TEDH es una exigencia constitucional (art. 10 CE); que el Parlamento español está obligado a adoptar las medidas que garanticen el cumplimiento del Tratado de la Unión Europea es también una exigencia constitucional (art. 93 CE); y cumplir las obligaciones que resultan de todos los tratados internacionales asumidos por España vuelve a ser una obligación constitucional (art. 96 CE).

Para cumplir con nuestra Constitución, la renovación ha de producirse ya, y ha de producirse con un sistema que, al mismo tiempo, cumpla las exigencias del art. 122 de la Constitución, pero también de sus arts. 10, 93 y 96.

Entiendo que eso sería lo mejor, pero sé también por experiencia que lo mejor se acaba convirtiendo en enemigo de lo bueno y que la demora que impondrían las reformas para que España pueda contar con un Poder Judicial independiente homologable al que imponen los estándares europeos no es, en este momento, asumible.  Ello no obstante, tampoco lo sería llevar a cabo la renovación renunciando a que, al menos en un futuro razonablemente próximo, España cuente con ese Poder Judicial independiente homologable con nuestro entorno.

Lamentablemente, creo que obtener un compromiso de llevar a cabo las reformas necesarias no va a ser sencillo: cuando oigo que uno de los argumentos para exigir la renovación no es sencillamente el transcurso del plazo de mandato del actual CGPJ, sino la falta de correlación actual entre las mayorías parlamentarias y las que en su día nombraron al actual CGPJ y la necesidad de recuperar esa correlación, se me hace evidente que quienes afirman eso no han entendido nada de nada: ofrecen como argumento de lo deseable precisamente aquello que se tiene que evitar. 

Por otro lado, las reformas más recientes de la LOPJ, dirigidas a privar al CGPJ de sus funciones constitucionales (nombrar jueces) a pesar del grave daño que eso ocasiona a la Administración de Justicia; o propuestas como las que pretendían reducir las mayorías parlamentarias para nombrar a los vocales judiciales, no es que revelen que no se ha entendido nada de nada, sino que de manera consciente se camina en la dirección contraria para conseguir que nuestro Estado de Derecho se homologue con los de nuestro entorno.

VII

La visión de futuro que acabo de exponer es, en realidad, un proyecto de Justicia.  Seguro que habrá más y mejores, pero es uno posible y estoy convencido de que es un proyecto cuya aplicación sólo puede generar beneficios para España.

Tengo la esperanza (y no diré la “secreta esperanza” porque hace mucho tiempo que lo vengo expresando públicamente) de que en breve abandonaré mis responsabilidades en la parcela que me toca de gestión del Poder Judicial, cuando se renueve el Consejo General del Poder Judicial. No será a mí a quien le toque ni aplicar ni trabajar para que otros apliquen ese proyecto. Eso será ya, espero, la responsabilidad de otros.

(Imagen: El Tiempo Vencido por la Esperanza y la Belleza, Simon Vouet. Museo Nacional del Prado)

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s