La dignidad perdida

(Artículo publicado en La Razón, 14/03/2021)

Sara Villarreal Narganes

Se ha discutido, hasta la saciedad, acerca de la necesidad de modificar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a fin de garantizar la independencia judicial. De hecho, es el Grupo de Estados contra la corrupción (GRECO), dependiente del Consejo de Europa, el que ha advertido a España en reiteradas ocasiones sobre la idoneidad de modificar el referido sistema con el propósito de lograr aquella.

Sin embargo, en los últimos días dicha posibilidad se torna cada vez más lejana. Asistimos día sí y otro también a un espectáculo que bien podría ser tachado de impúdico en el que los diferentes partidos políticos ni siquiera se preocupan ya en disimular el intercambio de cromos en el que se ha convertido la designación de los representantes del órgano de gobierno de los jueces. Y todo ello con el único objetivo de instrumentalizar partidariamente una institución constitucional que es de todos.

La situación general creada es irresponsable ya que contribuye al desprestigio institucional, a la deslegitimación sistemática y al consiguiente debilitamiento de la institución. Y es que no puede haber Estado de Derecho sin instituciones sólidas y prestigiadas. Además tal actitud viene a ahondar, aún más si cabe, en el descrédito con el que cuenta la Justicia ante la opinión pública y ello a pesar del ingente esfuerzo que realizan los jueces de a pie, en su día a día, con el fin de sacar adelante su trabajo con unos medios materiales y personales realmente exiguos.

Y en esta coyuntura, la respuesta del colectivo, de nuestro colectivo, y de las asociaciones profesionales no puede ser calificada de otro modo que de tibia por no tildarla de cómplice o inexistente.

Quizás suframos el denominado síndrome de la rana hervida, analogía que se utiliza para describir el fenómeno ocurrido cuando, ante un problema que es progresivamente tan lento que sus daños únicamente pueden percibirse a largo plazo o incluso no percibirse, la falta de conciencia genera que no haya reacciones o que estas sean tan tardías que no se puedan ya evitar o revertir los daños que ya están causados.

O quizás, los errores y las deficiencias del sistema sean también consecuencia de un mirar hacia otro lado en aras de intereses individuales lo que no deja de ser una muestra más de la denominada sociedad postmoderna, en la que tal y como escribía el ensayista francés Gilles Lipovetsky en su obra La era del vacío existe un vacío ideológico que desemboca en una forma de hedonismo desencantado de un mundo donde lo sagrado y lo colectivo ha desaparecido y donde el hombre se pone en escena y dedica su existencia a aparentar y no a ser.

Sea lo que fuere, hoy más que nunca se hace necesaria la reflexión, el debate honesto, que abogue por un esfuerzo común que permita dotar de dignidad a la institución. Lo anterior, sin duda, implica renuncias. No obstante, es mucho lo que nos jugamos sobre todo en un momento en el que la crisis económica y social que nos acecha, fruto de la pandemia, hace imprescindible contar con una justicia realmente independiente, ajena a las interferencias de los otros poderes del estado, que sirva de contrapeso a los mismos, y que permita dar certeza y confianza al ciudadano.

Este, y no otro, es el cometido que debe presidir el funcionamiento de nuestro órgano de gobierno cuya misión es, precisamente, velar por la garantía de independencia de los jueces y magistrados frente a los demás poderes del Estado. Un ideal, ciertamente, irrenunciable.

(Imagen: El fin de desayuno en Señora de Vuillard, Jean Edouard Vuillard)

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