Stoner, los jueces y la honestidad

Carta abierta a Luis Rodríguez Vega.

Luis insiste con vehemencia en que Stoner (John Williams, Baile del Sol, 2016, Traducción de Antonio Díez Fernández) es la honestidad. Y, por costumbre, tomo cada uno de sus consejos como algo terriblemente serio. Con Stoner no solo hice eso, tomar nota solemne, sino que además me decidí a convertir el consejo en obligación grave y de atención necesaria e inmediata.

Empezaré por esto último. Con Stoner uno puede reencontrarse con la literatura con mayúsculas, pese a que esta obra no ha sido reconocida como lo que es, una gran novela americana, hasta el quincuagésimo aniversario de su publicación. Esa literatura que merece y exige de un rincón recoleto o, mejor, del cuarto más íntimo de una casa en silencio y calma. Una butaca confortable y a la luz serena, de la intensidad adecuada, ni tan perezosa que por eso fatigue la mirada cuando se empapa de papel, ni tan perturbadora que al rato acabe martilleando la sien para el resto del día. Un bolígrafo y un pequeño bloc de notas para conservar las citas y atrapar los reflejos. Un libro manoseado o amarillento puede resultar tan confortable como aquella buena butaca. Pero si queda lleno de garabatos no solo se hace de él un estropicio, también una suerte de deidad profanada. Entre otras cosas, porque sorprenderá -entorpecerá, apocará, confundirá- una nueva lectura, sea quien sea quien llegue hasta él después. Sigo. Que todo en ese lugar se encuentre dispuesto para que nada distraiga el momento. Nunca un marcapáginas, porque el tedio de tener que interrumpir la lectura bien se repara con el tacto posterior y áspero de las páginas -un papel denso y sonoro, mejor- para reencontrar la historia justo donde se dejó. Luis nunca me permitiría hacerlo de ninguna otra manera.

En la contraportada del libro y en las solapas se dan algunos comentarios breves. Uno y dos y hasta cinco y seis apuntes de críticos o periodistas, que se fían claramente para conducir la selección en el estante de una librería. Entre todo eso pueden destacarse dos destellos: universidad y drama mínimo. Empezaba a husmearse también aquí la insistencia de Luis sobre la honestidad.

Universidad como destino y como espacio. Stoner es el hijo único de una sacrificada familia de granjeros de Misuri. Hasta Stoner se cuentan generaciones de trabajadores calladamente abnegados, el polvo y el sudor de toda una estirpe arañando la tierra. Desde Stoner debían sucederse tantos otros como los que llegaron hasta él, para la perpetuación de la misma condición de su padre, quien sencillamente planeó que su hijo pudiera instruirse en técnicas agrícolas en la cercana Universidad de Columbia. Sin embargo, en ese tránsito, apenas en los primeros compases de la novela, Stoner descubrirá su vocación de Profesor tras escuchar en el aula la voz de Shakespeare, quien le habla a través de los siglos, el mismo tiempo que romperá con ese otro tiempo del atávico vínculo familiar, para dar en el estudio de la literatura clásica. Destino:

“¿Pero no lo sabe, señor Stoner?, preguntó Sloane. ¿Aún no se comprende a sí mismo? Usted va a ser profesor”.

Pero, pese a todo, la universidad también es un espacio al que pertenecerse irremisiblemente, donde el polvo y el sudor son los de una vida sin brillo, sin consideración social más allá de los muros del campus, sin prosperidad material en él. Un lugar para, de nuevo, arraigarse generacionalmente, acaso mudando el peso del arado por el de la biblioteca, a modo de magnitud igualmente asfixiante:

“¿Han considerado ustedes, caballeros, alguna vez la cuestión de la verdadera naturaleza de la universidad? (…) Es un sanatorio o, ¿Cómo lo llaman ahora?, una casa de reposo, para los enfermos, los ancianos, los infelices y los incompetentes en general. Mirad, nosotros tres… somos la universidad. Un extraño no sabría que tenemos tanto en común, pero nosotros sí lo sabemos”.

Stoner es, definitivamente, un terrible drama doméstico: el de una vida menor, tan insignificante que incluso se ve privada del talento indispensable para ser dignamente vivida. Y en esa tragedia se consumirán todos los afectos del Profesor. Las amistades malogradas por la Gran Guerra, los enfrentamientos profesionales que la sucedieron, las frustradas ambiciones personales. Un matrimonio anegado de lágrimas secas y aterradoras. El consuelo tenue del amor clandestino, solo el breve refugio de una aventura. Y, para cualquiera que se reconozca en el riesgo de una labor tediosa que llegue a procurar poco, el dolor ante la pérdida de lo último que pudiera verse como una salvaguarda: la vida personal maltrecha por razón de los sacrificios asumidos para servir el compromiso de la institución a la que se ha decidido proteger.

Y, entonces, la honestidad. La devoción por esa institución -para Stoner la universidad- que ha decidido defender siempre y a cualquier coste. Porque es allí donde ha podido vivir de la mejor forma posible. Para sus alumnos. El agua más pura y limpia que pudo encontrar para abrevar la sed, esa punzante herida en el cuerpo de todos los que somos una parte de Stoner, desde las áridas grietas de la tierra de labor en Misuri. Porque eso, ser Profesor, resultó lo mejor que quiso y pudo ser. Y, en el fin de los días, a la vuelta del sordo dolor en el pecho de quien ha perdido en todo lo demás, ha resultado también la redención suficiente:

“Al principio estaba muy orgulloso del libro (…) lo había releído ya publicado, ligeramente sorprendido de que no fuese ni mejor ni peor de lo que había pensado que sería (…) se cansó de mirarlo, pero nunca pensó en él ni en su autoría sin un sentimiento de asombro e incredulidad sobre su propio arrojo y la responsabilidad que había asumido”.

Hoy Luis ha comunicado que abandona la presencia activa en el día a día de esta asociación de jueces. Durante los últimos años de colaboración estrecha con él, no he visto en esa condición atisbo de afán de protagonismo o interés egoísta de ninguna especie. Solo la defensa, por un compromiso íntimo, espontáneo y libre, de la supervivencia del estado de derecho en Cataluña, de la libertad y la tolerancia entre todos los ciudadanos y de la dignidad y prestigio del Poder Judicial. Nunca ha pedido nada a cambio de todo eso. Ahora su marcha, después de una labor tan determinante para la vida de tantos jueces y por, extensión, para tantos ciudadanos, querrá pasar para algunos tan oculta como su esfuerzo, su agudeza y su integridad moral. Y será así porque Luis es el reflejo de todo lo que ellos no serán nunca. Para Luis quedará, sin embargo, el agradecimiento sencillo de todos esos a los que  ha querido obsequiarnos con su generoso y desinteresado empeño. Pero nada de todo esto podrá pulsarse como una capitulación. A diferencia de Stoner, Luis ha vencido en todo lo que se ha propuesto: hacer de la carrera judicial algo más bueno y útil para todos y ganar el afecto y el respeto de los jueces que hemos trabajado junto a él.

No era Stoner: era el juez que Luis pretendía que otros y yo mismo aprendiéramos a ser. Luis es la honestidad.

(Imagen: John Williams, «El escritor que se salvó del olvido»)

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