La verdad y la prudencia

Juzgar no es fácil: sobre la verdad y la prudencia

Luis Garrido Espá

Magistrado Mercantil

No lo es, no, sobre todo en los casos difíciles y más aún en los mediáticos y especialmente sensibles en la opinión pública, en los que hay juicios paralelos y es esperable una reacción social, con mayor o menor componente de reproche, ante la decisión judicial que pueda adoptarse, porque va a trascender o puede hacerlo de manera significada a nuestra realidad social o política, lo cual perturba, entorpece y hasta puede llegar a viciar la labor de juzgar, por la presión que supone. Esta situación o contexto es indeseable en puridad pues puede producir, entonces, en función de las expectativas más o menos fundadas de la opinión pública y otros poderes del Estado, una “brecha de desconfianza” hacia nuestros tribunales, y todos somos conscientes de la fragilidad del prestigio y credibilidad judicial y el menoscabo que ello produce en un Estado de Derecho. De hecho, la sociedad tiende a identificar a los jueces con la justicia, lo cual, aunque no exacto, es comprensible. En este sentido, precisaba Calamandrei que “intencionadamente o no, se confunden siempre los jueces con la justicia, y los curas con Dios; así se acostumbran los hombres a desconfiar de la justicia y de Dios”. Sucede que son los jueces quienes están llamados a alcanzar y materializar la justicia en sus decisiones.

Sin necesidad de citas concretas vivimos un momento así; en particular, y al margen de otros casos con inevitable trascendencia política, un tribunal increpado y en esta medida asediado por un parecer popular que reclama “justicia” o más sensibilidad, en un contexto agravado por lo que se ha estimado una injerencia inadmisible de otros poderes del Estado, por no hablar (hay ríos de tinta) de lo referente a la cuestión secesionista y los casos de corrupción, en los que una parte, más o menos amplia de la población, espera una determinada respuesta judicial.

No se tomen estas breves reflexiones como una contestación o réplica al clamor popular o excusa a la dificultad que encierran esas expectativas. Los jueces no contestan públicamente ni replican; soportan y deben soportar las críticas en silencio y soledad, y por supuesto, como todos, no dudan de su legitimidad. Respetar las resoluciones judiciales no es óbice para que el ciudadano pueda expresar libremente su crítica constructiva y razonada, deseable incluso en una sociedad libre. No se tomen tampoco como una justificación o excusa a lo que pudiera parecer (hablo ahora en abstracto) un error, desacierto o desatino en el ejercicio de la labor de juzgar.

Todas las profesiones y oficios tienen su dificultad y de sus profesionales se espera que apliquen correctamente y con la adecuada pericia las correspondientes lex artis y las reglas, protocolos y principios fundamentales, pero de un funcionario público, al servicio de los ciudadanos, como es el juez, por la importancia y trascendencia de su trabajo, se comprende que esa exigencia sea más incisiva o contundente. Cierto es que el ciudadano quiere y necesita creer que quien imparte justicia lo haga de modo independiente, imparcial, por encima de presiones y creencias personales, y en armonía con los valores y sensibilidad social vigentes en cada momento; por lo menos es lo deseable, superando el subjetivismo procedente de intereses particulares, afecciones políticas o meros afanes de simple y llana compasión o clemencia en situaciones concretas.

Y es lógico que sea menos indulgente con una decisión judicial que se aleja más o menos de estos cánones, porque, decía también Calamandrei (en “Elogio del juez escrito por un abogado”), “entre todas las profesiones que los mortales pueden ejercer, ninguna otra puede ayudar mejor a mantener la paz entre los hombres que la del juez, que sepa dispensar aquel bálsamo para todas las heridas, que se llama justicia”. Y quien voluntariamente quiere asumir esa responsabilidad debe afrontar y padecer los riesgos y malestares que conlleva en ciertos casos. Con ironía y cierta exageración apuntaba por ello el iluste jurista que “los jueces no saben ya reir porque sobre su cara se imprime, con los años, como en una careta, el espasmo de la piedad que combate con el rigor”.

No se dude de que, a la hora de resolver un conflicto, en la mente del juez está el anhelo, la aspiración y la finalidad de hacer justicia en el caso concreto, pero la ciudadanía o el justiciable no sienten compasión ni benevolencia ante lo que les pueda parecer una decisión desacertada o alejada de la sensibilidad social por el hecho de que el juez sea, también, una criatura humana, esclava del error, susceptible presión, sumergido en una carga inagotable de trabajo, en no pocas ocasiones angustiado por la duda y las incertidumbres, que ha de olvidarse de él y sus problemas personales para resolver continua e imparcialmente los problemas ajenos.

Lo que pretendo es, simplemente, en este escenario, en el que la justicia española se halla en el punto de mira, exponer ciertas ideas sobre la función judicial que sin duda presiden la vida profesional de todos los jueces, la mía y la de tantos y tantos compañeros que silenciosa y cotidianamente cumplen su trabajo con esfuerzo y exceso de horas. Con perdón anticipado si son ideas deshilvanadas o fragmentarias; razones de espacio impiden mayor extensión.

La justicia

La primera, es la idea de la justicia, esa “entidad misteriosa e indefinible, pero cuya realización histórica efectiva es siempre el resultado de técnicas jurídicas concretas y no de grandes afirmaciones o declaraciones generales” (son palabras de E. García de Enterría). Podríamos admitir que la justicia es un valor eterno y universal, inmanente al ser humano, cuyos fundamentos, pienso, son (y quiero ser breve): a) la razón práctica, la lógica humana rectamente aplicada y con prudencia (prudentia) al caso concreto; b) la independencia, que engloba la imparcialidad, neutralidad, transparencia, la buena fe reconocible; c) la equidad; idea que ya Aristóteles preconizó para mitigar el rigor de la aplicación de la ley al caso concreto cuando las circunstancias del caso así lo requieran y d) la verdad.

Sobre la verdad

A propósito de ésta leo un pensamiento de la filósofa Hannah Arendt, que distingue la verdad factual, la verdad de los hechos, digamos la verdad desnuda, coercitiva, inquebrantable, objetiva, a la que debe atender el juez; la verdad de los hechos tal como han sucedido, y es posible exponerla (el juez debe hacerlo en sus resoluciones) de esa manera, imparcial, neutra, exenta en lo posible de valoraciones. Solo hay dos campos de lo público, dice la citada filósofa, donde, contrariamente a todas las normas políticas, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más elevado del discurso y del empeño: son las instituciones judiciales y las instituciones de enseñanza; jueces y maestros han de quedar al margen y resguardo de “la mentira por razón de Estado, porque actúan en campos en los que si se somete la verdad al poder puede salvarse en algún trance al gobierno, pero se pierde definitivamente la legitimidad democrática”.

Bien que los hechos y las valoraciones u opiniones, subraya Arendt, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos, pertenecen al mismo campo; los hechos dan forma a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones o intereses diversos, pueden divergir ampliamente y aun así ser legítimas mientras respeten la verdad factual. “El correcto funcionamiento de la democracia exige proteger la verdad de los hechos frente a la fuerza persuasiva de la falsedad y la intoxicación”, aserto que cobra relevancia no solo en el ámbito judicial, también en los medios de comunicación, y por supuesto en la política; “y aunque las verdades factuales pueden ser –y de hecho son- frágiles, el engaño termina retrocediendo siempre ante la realidad”.

Con todo, la constatación de la premisa fáctica también envuelve, parece a veces inevitable, valoraciones o juicios estimativos, ya que unos mismos hechos pueden ser susceptibles de diferentes calificaciones jurídicas, según la estimación que se haga de sus componentes. Es decir, de ordinario, el juez, al establecer los hechos se forma un “prejuicio”, anticipa ya, aunque sea sólo mentalmente, un juicio de valor, que condicionará la calificación jurídica. Pero en todo caso el juez (el juez en general) ha de indagar, comprobar y reconstruir la existencia histórica del acontecer concreto sometido a enjuiciamiento, sus componentes y circunstancias, separando los hechos de afirmaciones valorativas y despojando el relato histórico de aquellas circunstancias o componentes que no tengan relevancia para la calificación jurídica. A este fin responde el proceso contradictorio, que se encamina a la determinación y acreditación de los hechos jurídicamente relevantes, en una labor que aspira a conocer la verdad de lo ocurrido.

Fundamental importancia cobra la verdad en el ámbito penal, en el que ha de ser indagada y expuesta con honestidad por el juez en la sentencia motivada, y en no pocas ocasiones resulta difícil de reconstruir. Y sería muy grave que el juez, al establecer la verdad, por no contradecir a los medios o a los juicios paralelos, admitiese hechos o un relato de lo sucedido no corroborado por pruebas materiales. He aquí otra manifestación de la independencia judicial, clave del sistema y de la confianza de los ciudadanos.

En el proceso civil podría cuestionarse esa aspiración de búsqueda de la verdad, al regir aquí el principio dispositivo, de aportación de parte, y el carácter disponible del derecho sustantivo alegado. Pero aun así, el juez anhela saber la verdad de lo sucedido, si bien sus facultades son limitadas; son las partes quienes han de probar la realidad de los hechos que alegan. Sin embargo, en la medida en que existe un nexo que vincula la veracidad de los hechos con la justicia de la decisión, el proceso debe permitir al juez su reconstrucción verdadera, en la que debe basarse una resolución justa. La decisión del juez nunca será justa si está basada en una determinación errónea de los hechos.

Por lo menos en el plano teórico, no cabe hablar de una doble verdad: una formal y otra material, para contraponer la judicial o procesal a la histórica o factual. No hay tampoco por ello una opción o alternativa entre verdad y justicia; aquélla es el medio o elemento, uno de los esenciales, para alcanzar ésta. En principio, no hay contraposición o dilema entre verdad o justicia; es una sola verdad, bien que sujeta a la valoración de la prueba conforme a la “sana crítica” (una llamada a la razón práctica y prudencia) del juzgador. Es pura teoría, cierto, pues podrá ocurrir que el tribunal no pueda tener por probados ciertos hechos o componentes del acontecer histórico que sean relevantes y necesarios para la calificación jurídica y la consecuente decisión, en cuyo caso el ordenamiento establece tanto en el orden civil como en el penal la oportuna consecuencia, atribuyendo el perjuicio a la parte que corresponda.

Nuestra función se ve enormemente dificultada en la época de la posverdad; la veracidad de un hecho parece que se mide en función de los likes del twitter o el número de seguidores de su autor.

Sobre la labor de enjuiciamiento: la prudencia

Una breve idea pero regla suprema. Decía que juzgar no es fácil, sobre todo en los casos difíciles. La tarea de enjuiciamiento es eminentemente valorativa, exige hacer uso de la razón práctica, la lógica humana, mantener en la cabeza la idea de la justicia del caso concreto, el conocimiento de causa del derecho y de los hechos, y, haciendo uso de la prudencia, calificar jurídicamente las conductas, considerando la exigencia ética, la interpretación de la norma aplicable, la equidad, la analogía si fuere preciso, los criterios axiológicos (como la aplicación de los principios generales del Derecho), interpretar la ley, en su caso integrar lagunas, y escribir con palabras medidas y comprensibles que condensen la motivación o razones en que se sustenta la decisión final, todo ello con conocimiento del ser humano, de la realidad y sensibilidad social y de los valores éticos vigentes. No hacerlo así puede suponer la quiebra de la confianza de los ciudadanos y el perjuicio al poder judicial y al Estado de Derecho. No se diga que esto es siempre sencillo.

Para los jueces son exigencias legales y éticas, que parten de la premisa de que solo mediante su imparcialidad, al igual que con la independencia que la preserva, se alcanza la legitimación del juez y de sus actos.

La independencia es, desde luego, un factor esencial; implica, de un lado, la libertad interior del juez con que ha de juzgar, sometido únicamente al imperio de la ley y a su sana conciencia, y no lo será cuando se vea afectado por influencias o injerencias ajenas, directas o indirectas, y de otro, la garantía que contra la arbitrariedad supone su sometimiento a la ley (como ha puesto de manifiesto la magistrada Mª Eugenia Alegret en un interesante y realista comentario publicado en este blog, titulado «La independencia judicial: ¿son independientes los jueces españoles? ¿pueden serlo?”, en el que concluye que pueden y deben serlo, “pero también es necesario que quieran serlo”).

Cierto es que en ocasiones son peligrosos para la consecución de la justicia los prejuicios, en no pocas ocasiones subliminales, desconocidos por el juez pero que subyacen bajo su valoración o calificación (su modo de entender las cosas, su formación, su entorno vital, su experiencia y otros muchos factores más), prejuicios a veces falsos, ocultos, cuya interna posesión se ignora, y que dan lugar a malentendidos y condicionan indebidamente el sentido de su decisión. De ellos debe intentar ser consciente el juez, huyendo de la precipitación y ligereza.

El enjuiciamiento, en fin, junto al dominio del saber práctico que encierra la lógica de la argumentación, debe estar presidido, si hubiera que resumirlo en una fórmula condensadora, por la prudencia, debiendo ponderar el juez los posibles efectos ulteriores que en el inmediato porvenir pueden producir las decisiones que adopte, y evitando que éstas, aun cuando aparezcan satisfactorias en apariencia, se conviertan en una fuente de problemas más graves. Imaginación, capacidad inventiva, superación de la letra de la ley, empatía, sensibilidad social, todo ello puede ser utilizado en el enjuiciamiento, pero siempre con prudencia, con el fin de dar al caso concreto una solución justa, un resultado bueno.

La prudencia, para Aristóteles (phronesis), es una disposición práctica acompañada a la regla verdadera que tiene por objeto lo que es “justo”, honroso y bueno para el hombre, de tal modo que es imposible ser bueno sin prudencia. Y la prudencia la encarna el juez, la regla recta se encuentra individualizada en la persona del juez (de ahí la identificación de los jueces con la justicia); no es tanto la prudencia como “el prudente” (iuris prudente) el que es la recta ratio, puesto que no hay prudencia sin prudente. El iuris prudente debe alcanzar un resultado práctico, que responda a la actuación de la justicia en la convivencia social mediante una solución equitativa y razonable, con pleno conocimiento del derecho y de los hechos, así como dueño, conocedor, de la compleja realidad social (es muy interesante en este sentido el discurso de ingreso del magistrado del TS D. Ignacio Sancho Gargallo en la Acadèmia de Jurisprudència i Legislació de Catalunya, de 20 de octubre de 2010, que inspira este comentario)

Recordemos, por último y de nuevo, a Calamandrei para resaltar la labor del juez en la sociedad: “es juez óptimo aquel en quien prevalece sobre las dotes de inteligencia, la rápida intuición humana” (…), ocurre como en la música, respecto de la cual la más alta inteligencia no sirve para suplir la falta de oído”, sobre todo en asuntos que requieren una correlación entre la decisión judicial y la sensibilidad social. Y finalmente a Carnelutti: “es bastante más preferible para un pueblo tener malas leyes con buenos jueces que malos jueces con buenas leyes”.

(Imagen: Enrique Guzmán, «La amistad», óleo sobre tela, 1974)

 

Comentarios

  1. El principio de aportación de parte en el proceso civil no tiene el menor sentido. El juez, ya sea en el ámbito penal como en el civil, tiene el deber de buscar la Verdad. Esta Verdad es absoluta, a diferencia de la certeza (del indoeuropeo *ker-separar) que es la percepción humana de la Verdad y, como tal, disoluta. Por eso la certeza se mide en grados mientras que la Verdad no. Lo que no puede el juez, en un proceso civil, es dar más de lo que han pedido las partes, pero en modo alguno tiene por qué hacer de mero convidado de piedra en el momento de proposición de prueba si entiende que hay alguna que puede acreditar lo afirmado por las partes. La prueba no es de NADIE (es vergonzoso que las partes la puedan retirar una vez aprobada) y el juez, proponiendo, no favorece a nadie porque ni siquiera sabe su posible resultado ni, menos aún, tiene que garantizarlo. Si una de las partes tiene la sensación de que le puede perjudicar, ese es su problema. A lo mejor termina beneficiándole. En definitiva, si durante el proceso, las partes quieren «darle puerta» al juez, que lleguen a un acuerdo o desistan o se allanen. Mientras tanto, el juez a cumplir su función: intentar averiguar la Verdad. A sabiendas de que la Verdad no se sabrá mientras estemos en este mundo, pero desde luego, intentándolo. Al ser la Verdad absoluta, no puede tener ningún calificativo. Hablar de la Verdad procesal es inmoral. El dicho «quod non est in acta non est in mundo» se planteó en términos de equivalencia. Lo que no está en autos puede ser tratado COMO SI no existiera. Pero nada más….. y nada menos.

    Un saludo Sr. Magistrado, he leído alguna sentencia suya, creo, sobre la mal llamada rescisión en el seno de un concurso y me ha gustado bastante.

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